1.
Me desperecé lentamente, intentando no
molestar a Abel. Últimamente había venido más de lo normal a mi apartamento,
sintiéndome cada vez peor, pero sin saber, realmente, cómo actuar. Le miré y me
di cuenta de que las cosas no se verían tan mal si alguien miraba desde fuera,
e incluso esa persona pensaría que debería agradecer lo que tengo. El reloj
marcaba la seis y aún quedaba tiempo que malgastar antes del ensayo de la
orquesta. Así, me levanté con desgana hasta llegar al cuarto de baño y me lavé
la cara. Me fijé en mis ojos reflejados en el espejo, verdes oscuro acusadores.
De pronto noté como el aire me empezaba a faltar, como el sudor me empapaba y
como el pánico iba ganando terreno en mí. Tranquila,
ya no puedes perder a nadie más, no te pasará nada, controlas esto. Cerré
los ojos y respiré hondo, una y otra vez, mientras me agarraba con fuerza a la
encimera. El sonido de un potecito tocando algo sólido me alteró aún más. Abel
me brindaba las pastillas que me había dejado en los tejanos del suelo de la
habitación. Se lo cogí con rapidez, deseando terminar con eso. Abel me abrazó
de pronto, respirando mí cabello, rizado, crespo, largo. Esos momentos me
torturaban. Quisiera corresponderle con tanta fuerza como la que él me
mostraba, o al menos con alguna. Sabía que él podría ser mi casa, mi apoyo y mi
todo, pero no podía contradecir lo que sentía. Sabía además, que él conocía mis
sentimientos, y que aunque le doliera, iba a dejar que lo usase, temiendo
siempre que me fuera para siempre, algo que tarde o temprano ocurriría. No estaba
preparado para ese momento. La culpabilidad me abraza.
- Gracias –
era lo único que se me ocurría decirle en este momento. Yo era como una muñeca, sin
fuerza, y él intentaba sostenerme. Abel se apartó un poco y me besó la
frente. Yo solo quería reposar mi cabeza en su pecho y recorrer con mis dedos
su torso y luego acariciar su cara. Eso para mí era un intento de mostrarle mi
cariño. Exclusivamente mi cariño.
- Aún no
entiendo por qué no vienes nunca a mi piso.
- Siento no
quedarme siempre.
- Jamás te
quedas. – su voz siempre sonaba dulce, pero esta vez había también
tristeza.
- Lo siento.
De verdad que lo siento. – en este punto me sentía tan deprimida que no pude evitar llorar, cuando debería ser Abel
quien lo hiciera, por todo el caos que he causado en él. Si a causa de su
sufrimiento su cuerpo estuviera cubierto de cicatrices, no me extrañaría verlas
cubriendo cada tramo de su piel.
- No importa,
no importa. – se apresuró a consolarme – No debí decir eso. Sabes que
a mí no me importa que vengas. Siempre que
vienes es un consuelo.
- - Yo pensaba
que era más una tortura. – al menos al
decir esto conseguí que riera. - Pues lo
prefiero.
Me envolvió en sus brazos y me dio un gran
abrazo de oso. Me conocía lo suficiente como para saber que con eso consigue
que sonría. Me sequé las lágrimas con un trozo de la camiseta ancha que llevaba
para dormir.
-
Vamos a la
cocina. Voy a alimentarte, que de aquí a nada serás capaz de atravesar las
paredes.
No pude evitar sonreír de nuevo. Abel era
encantador. Siempre atento, caballeroso. Siempre adorable mientras jugueteaba
con su pelo rubio y lacio, siempre sincero cuando mirabas a esos ojos color
miel. Siempre perfecto para todos y amado por el mundo. Menos por mí. Y lo
intenté muchas veces, pero en las causas perdidas, como buen calificativo, no
hay vuelta atrás.
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