Era
factible. Sin duda alguna lo era. Así que abrí la puerta de aquel lugar
desolado por los años y la histeria, con unas paredes chorreando recuerdos y
sangre. Las vísceras de la casa se resquebrajaban encima de mi cabeza, pero no
había manera ya de detenerme. Estaba tan desconchada como la pintura de sus
habitaciones; me sentía en casa. Tan triste y dando tanta pena que a cualquiera
se le hubiera saltado el corazón, aunque quizá no las lágrimas. Pero mi abismo
era tan abismo, que aterraba. Y sus pasillos eran tan vacío, que no pude evitar
dejar caer la ropa mientras andaba. Era como dejar atrás la vida que llevaba a
mis espaldas. Mi personalidad, mis decisiones, mis arrepentimientos. Porque
alguno había. En mi cabeza no podía tocar cualquier piano, ni cualquier otro
nombre podía retumbar. No me podía avergonzar de las razones de mi pena, por
mucho que lo gritaran, no entonces, cuando las sentía martillear tan fuerte a mi
alma, recordando que a ese nombre ya no lo podía conmover. Que, de hecho,
apenas había podido hacerlo. Las cartas las llevaba conmigo en mi cuerpo,
inseridas en la piel. Todas. Las enviadas y las que se quedaron en el cajón de
mi dolor, ese tan mío que jamás sería tuyo ni sufrirías conmigo. Así. Así te
llevaba. Inserido en la piel, como una especie de tinta dolorosa llena de
memorias y sin cura. De hecho, me viene ahora una. Y sólo te hice llorar una
vez, cuando la belleza había muerto y parecía no existir salida a esa muerte.
La
última planta parecía la más indicada, la más cercana a los cielos. El salón
era suficientemente grande como para clavar ahí mi tumba. Las rosas esparcidas
en mi imaginación daban el toque final a mi drama. Los cuchillos ya los llevaba
yo. Se podían ver si me observabas de espaldas, como mi sangre conjuntaba con
la sangre de mi nuevo hogar. Porque hasta los hogares sufren, incluso cuando
creías que alguien podía encarnarlo y aún no habías aprendido que las anclas se
establecen primero en uno mismo.
Desplacé
mi cuerpo hacia el suelo ansiando que todo acabara. Mi espalda contra el suelo,
mis cuchillos contra el suelo, y, entonces, clavada. Suspiro hacia dentro,
expiración casi, casi completada. Ojos hacia el cielo. Lágrima que se desprendió
del alma. La pena se evapora. La sangre irradia. Los cuchillos brillan en el
esternón. La cabeza se despezada. La boca a borbotones se cose. La voz se
apaga, se atenúa la vela. El recuerdo eclipsa al sol, me estrello en tu
memoria. La llama se extinguió y, ante el miedo a la oscuridad completa,
conseguí alzar la mano y, con el encendedor, crear mi propia luz de la
esperanza. Todo llama y todo ceniza. Todo ceniza en mi epitafio donde la
belleza fue una posibilidad que no llegó ni a llama, hasta que mi mano fue
capaz de soltar el encendedor.
Quizá
haya salida a esta muerte y haya más luz aparte de esa pira.
Cristina Merino
Cristina Merino
Ilustración de Irene Talló (gracias, gracias, gracias)
No hay comentarios:
Publicar un comentario