Justo esta tarde me encontraba pensativa. Casi sin vida en
esos instantes de reflexión. Pensé en las relaciones por las que te lleva la
vida. Es entonces cuando el fantasma del malestar inunda mi cuerpo. Lo abrasa y
lo masajea, pensando que es de su propiedad. La náusea amenaza en mi cuello,
como un degollador a punto de rematar su faena. El ansia se abre camino
entremedio, y el llanto incontrolable, de esos característicos de las películas,
se pasea demasiado cerca esta noche. El deseo de desaparecer ha crecido y su
estatura haría envidiar a cualquier montaña que estuviera cerca para ver. El deseo
de huir de estos lugares demasiado manoseados ha surgido como una tormenta
imparable, capaz de arrasar cualquier pueblo que no haya existido nunca. Huir de
estas esquinas demasiado conocidas. Desplazarme. Manosear un nuevo lugar. Largarme.
Una ecuación simple a simple vista. Jodida si te paras a pensar. Por eso no hay
que parar nunca. Por si aparece una opción b a hurtadillas, espiándote cuando
te desnudas ante el espejo. Y así seguir calculando, como una máquina sin
corazón ni cerebro. Hay veces que no se puede sentir tampoco. De hecho, soy
testigo directo. Ya no puedo sentir ni pensar. A veces te fastidia demasiado. A
veces no es doloroso. Sólo es nostalgia, de cuando no tenías que rendir cuentas
con la vida, y creías que vivías. Feliz ignorante. Estuve a punto una vez de
tatuarme Sapere Aude, en una nalga. Como una invitación atrevida con segundas intenciones.
Como todo en estos tiempos. Entonces vi la aguja y pensé si de veras quería
saber. Si quería saberlo todo. Absolutamente todo de la vida. Me entró el
pánico entonces. Ser tonta te hacía muy feliz. Vamos a acabar siendo sinceros. Y
yo no podía tatuarme algo en lo que acababa por no creer, como una falsa religión.
Dios había dejado de existir entonces. Al menos para mí. Y sólo pensaba en
huir. En escapar. En ahuecar el ala hasta paraísos perdidos, donde la soledad no iba a ser mi compañera de borracheras, sino el alcohol para jamás dejar de
estar ebria. Si dejaba de estarlo, podía empezar a descubrir la vida. ¿Y eso
qué significaba? ¿Qué era la vida? ¿Qué era la muerte? ¿Qué era esa angustia
que no dejaba que respirase? ¿Qué era yo, que no podía ser como mi vecina de mi
mundo manoseado, como mi enemigo avasallado ya mil veces? Shht. El carnero se
acerca. Y yo no entiendo nada. Sólo quiero unas alas, grandes y hermosas, para ser
una vagabunda del mundo, invisible al ojo humano.
05.02.2014
C. Merino
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