Tuve que contar hasta tres,
Muy despacio y en susurros,
Para poderme enfrentar a esa
vista.
A la ciudad prendida por tus
manos,
Por tus movimientos forzados
Navegando como candelabros en
el cielo
Perdidos.
Descuidados.
Atentos a nuestra primera
visita
Complacidos bajo nuestra
mirada atrevida y desinteresada,
Pendientes de nuestros cuerpos
y pestañas,
Abrasados por la luna
encendida.
Y observábamos las ganas
desnaturalizadas por las esquinas
De un firmamento que nos
inventamos.
Suplicábamos, sin comprenderlo,
seguir jugando a aquello,
Falto de otro nombre que no
fuera el tuyo, el mío, el nuestro,
Por el simple
placer de arder,
Por orgullo no reconocer que
ya nos quemamos,
Asustados de nuestras propias
dosis de droga fuerte.
Los controles se inutilizaron
y las sombras,
Joder, las
sombras.
Las sombras acechaban sus
propias envidias
Por no poder acercarse a tu
cuerpo destellante de entonces
Que se encontraba conforme esa
noche
Acompañado de otro que pudieron
llamar mío.
Queríamos oírnos sin mediar
palabra,
Escuchar sin perturbaciones
cercanas a nuestros corazones
Latiendo, azarosos.
El silencio era un requisito
de esa lluvia sin agua,
Que goteaba de forma lumínica sobre
nuestras cabezas.
Los vicios se vieron entonces aparcados
por un momento,
Y los deseos empezaron a
anidar nuestras almas.
No hubo más cantos felices que
mis suspiros,
Que mis intentos de besar algo
que no era mío,
Que me sabía a libre
Y era esa libertad suya lo que
ansiaba.
Quizás no entendía las armas
de esa lucha salvajada,
De esa guerra sin reyes que se
alzaba en las tinieblas.
Pero ganamos los dos en una
última mirada helada,
Conscientes de la próxima
caída,
Que nos rendiría,
Y acabaría con la luz de una tenebrosidad
desconocida,
Portadora de mi nombre,
De su nombre, Alejandra, de mi
nombre Cristina.
20.08.14
C. Merino
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