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martes, 2 de julio de 2013

Proyecto Ada: Distorsiones en el cielo 1.

1.

Me desperecé lentamente, intentando no molestar a Abel. Últimamente había venido más de lo normal a mi apartamento, sintiéndome cada vez peor, pero sin saber, realmente, cómo actuar. Le miré y me di cuenta de que las cosas no se verían tan mal si alguien miraba desde fuera, e incluso esa persona pensaría que debería agradecer lo que tengo. El reloj marcaba la seis y aún quedaba tiempo que malgastar antes del ensayo de la orquesta. Así, me levanté con desgana hasta llegar al cuarto de baño y me lavé la cara. Me fijé en mis ojos reflejados en el espejo, verdes oscuro acusadores. De pronto noté como el aire me empezaba a faltar, como el sudor me empapaba y como el pánico iba ganando terreno en mí. Tranquila, ya no puedes perder a nadie más, no te pasará nada, controlas esto. Cerré los ojos y respiré hondo, una y otra vez, mientras me agarraba con fuerza a la encimera. El sonido de un potecito tocando algo sólido me alteró aún más. Abel me brindaba las pastillas que me había dejado en los tejanos del suelo de la habitación. Se lo cogí con rapidez, deseando terminar con eso. Abel me abrazó de pronto, respirando mí cabello, rizado, crespo, largo. Esos momentos me torturaban. Quisiera corresponderle con tanta fuerza como la que él me mostraba, o al menos con alguna. Sabía que él podría ser mi casa, mi apoyo y mi todo, pero no podía contradecir lo que sentía. Sabía además, que él conocía mis sentimientos, y que aunque le doliera, iba a dejar que lo usase, temiendo siempre que me fuera para siempre, algo que tarde o temprano ocurriría. No estaba preparado para ese momento. La culpabilidad me abraza.
-         Gracias – era lo único que se me ocurría decirle en este momento. Yo era como una muñeca, sin  fuerza, y él intentaba sostenerme. Abel se apartó un poco y me besó la frente. Yo solo quería reposar mi cabeza en su pecho y recorrer con mis dedos su torso y luego acariciar su cara. Eso para mí era un intento de mostrarle mi cariño. Exclusivamente mi cariño.
-          Aún no entiendo por qué no vienes nunca a mi piso.
-          Siento no quedarme siempre.
-          Jamás te quedas. – su voz siempre sonaba dulce, pero esta vez había también
tristeza.
-      Lo siento. De verdad que lo siento. – en este punto me sentía tan deprimida que no pude evitar llorar, cuando debería ser Abel quien lo hiciera, por todo el caos que he causado en él. Si a causa de su sufrimiento su cuerpo estuviera cubierto de cicatrices, no me extrañaría verlas cubriendo cada tramo de su piel.
-           No importa, no importa. – se apresuró a consolarme – No debí decir eso. Sabes que
a mí no me importa que vengas. Siempre que vienes es un consuelo.
-          - Yo pensaba que era más una tortura.  – al menos al decir esto conseguí que riera.                                              - Pues lo prefiero.
Me envolvió en sus brazos y me dio un gran abrazo de oso. Me conocía lo suficiente como para saber que con eso consigue que sonría. Me sequé las lágrimas con un trozo de la camiseta ancha que llevaba para dormir.
-          Vamos a la cocina. Voy a alimentarte, que de aquí a nada serás capaz de atravesar las paredes.
No pude evitar sonreír de nuevo. Abel era encantador. Siempre atento, caballeroso. Siempre adorable mientras jugueteaba con su pelo rubio y lacio, siempre sincero cuando mirabas a esos ojos color miel. Siempre perfecto para todos y amado por el mundo. Menos por mí. Y lo intenté muchas veces, pero en las causas perdidas, como buen calificativo, no hay vuelta atrás.

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