© 2013-2017 Cristina Merino Navarro


jueves, 6 de febrero de 2014

Justo esta tarde me encontraba pensativa. Casi sin vida en esos instantes de reflexión. Pensé en las relaciones por las que te lleva la vida. Es entonces cuando el fantasma del malestar inunda mi cuerpo. Lo abrasa y lo masajea, pensando que es de su propiedad. La náusea amenaza en mi cuello, como un degollador a punto de rematar su faena. El ansia se abre camino entremedio, y el llanto incontrolable, de esos característicos de las películas, se pasea demasiado cerca esta noche. El deseo de desaparecer ha crecido y su estatura haría envidiar a cualquier montaña que estuviera cerca para ver. El deseo de huir de estos lugares demasiado manoseados ha surgido como una tormenta imparable, capaz de arrasar cualquier pueblo que no haya existido nunca. Huir de estas esquinas demasiado conocidas. Desplazarme. Manosear un nuevo lugar. Largarme. Una ecuación simple a simple vista. Jodida si te paras a pensar. Por eso no hay que parar nunca. Por si aparece una opción b a hurtadillas, espiándote cuando te desnudas ante el espejo. Y así seguir calculando, como una máquina sin corazón ni cerebro. Hay veces que no se puede sentir tampoco. De hecho, soy testigo directo. Ya no puedo sentir ni pensar. A veces te fastidia demasiado. A veces no es doloroso. Sólo es nostalgia, de cuando no tenías que rendir cuentas con la vida, y creías que vivías. Feliz ignorante. Estuve a punto una vez de tatuarme Sapere Aude, en una nalga. Como una invitación atrevida con segundas intenciones. Como todo en estos tiempos. Entonces vi la aguja y pensé si de veras quería saber. Si quería saberlo todo. Absolutamente todo de la vida. Me entró el pánico entonces. Ser tonta te hacía muy feliz. Vamos a acabar siendo sinceros. Y yo no podía tatuarme algo en lo que acababa por no creer, como una falsa religión. Dios había dejado de existir entonces. Al menos para mí. Y sólo pensaba en huir. En escapar. En ahuecar el ala hasta paraísos perdidos, donde la soledad no iba a ser mi compañera de borracheras, sino el alcohol para jamás dejar de estar ebria. Si dejaba de estarlo, podía empezar a descubrir la vida. ¿Y eso qué significaba? ¿Qué era la vida? ¿Qué era la muerte? ¿Qué era esa angustia que no dejaba que respirase? ¿Qué era yo, que no podía ser como mi vecina de mi mundo manoseado, como mi enemigo avasallado ya mil veces? Shht. El carnero se acerca. Y yo no entiendo nada. Sólo quiero unas alas, grandes y hermosas, para ser una vagabunda del mundo, invisible al ojo humano.

05.02.2014

C. Merino 

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