© 2013-2017 Cristina Merino Navarro


jueves, 27 de junio de 2013

El frío me cala mientras me encuentro absorta, admirando el mundo desde mi terraza. Se ve tan pequeño, tan frágil ante mi mirada… pero no me preocupan sus hogares, sus habitantes, sus casas. Me preocupa mi propia debilidad, concretamente materializada, agraviada por el zumbido de las estrellas, que chocan, que mueren y que explotan. Ese púlsar nuevo me quiebra y me avisa por dentro; me advierte, me aconseja. Es mi compañero. Me habla de los nuevos horizontes y de las nuevas medidas mediante las cuales puedo alcanzar esas eternidades fundidas en agua y cielo. Horizontes perdidos. Pero intento ignorar su pesadez, pues parece que cae como agobiante carga, que suprime mi mundo onírico e intenta apartarme de mis sueños, devolverme a una realidad poco ansiada.  
Yo con constancia me pregunto. Pero las respuestas me abandonan a mi suerte y le suplico al destino que me lleve donde mi corazón dicte y donde mi alma desee. También pido a la vida, constantemente, que me devuelva los momentos felices, que los haga infinitos, y permiso para no despertarme jamás de ese pasado que me da la espalda, que se despide con la mano y que pretende dejarme plantada aún cuando habíamos quedado para ir de compras a cualquier lugar del mundo. Parece que una es sorda y la otra manca. El destino no me oye y me guía por senderos imprecisos y angustiosos. La vida me oye pero simplemente hace lo que le da la gana, se bifurca entre mis elecciones y se confunde con el libre albedrío con el que había pretendido nacer. 
Y de mientras, el púlsar me irradia

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