© 2013-2017 Cristina Merino Navarro


domingo, 27 de septiembre de 2015

Era factible. Sin duda alguna lo era. Así que abrí la puerta de aquel lugar desolado por los años y la histeria, con unas paredes chorreando recuerdos y sangre. Las vísceras de la casa se resquebrajaban encima de mi cabeza, pero no había manera ya de detenerme. Estaba tan desconchada como la pintura de sus habitaciones; me sentía en casa. Tan triste y dando tanta pena que a cualquiera se le hubiera saltado el corazón, aunque quizá no las lágrimas. Pero mi abismo era tan abismo, que aterraba. Y sus pasillos eran tan vacío, que no pude evitar dejar caer la ropa mientras andaba. Era como dejar atrás la vida que llevaba a mis espaldas. Mi personalidad, mis decisiones, mis arrepentimientos. Porque alguno había. En mi cabeza no podía tocar cualquier piano, ni cualquier otro nombre podía retumbar. No me podía avergonzar de las razones de mi pena, por mucho que lo gritaran, no entonces, cuando las sentía martillear tan fuerte a mi alma, recordando que a ese nombre ya no lo podía conmover. Que, de hecho, apenas había podido hacerlo. Las cartas las llevaba conmigo en mi cuerpo, inseridas en la piel. Todas. Las enviadas y las que se quedaron en el cajón de mi dolor, ese tan mío que jamás sería tuyo ni sufrirías conmigo. Así. Así te llevaba. Inserido en la piel, como una especie de tinta dolorosa llena de memorias y sin cura. De hecho, me viene ahora una. Y sólo te hice llorar una vez, cuando la belleza había muerto y parecía no existir salida a esa muerte.
La última planta parecía la más indicada, la más cercana a los cielos. El salón era suficientemente grande como para clavar ahí mi tumba. Las rosas esparcidas en mi imaginación daban el toque final a mi drama. Los cuchillos ya los llevaba yo. Se podían ver si me observabas de espaldas, como mi sangre conjuntaba con la sangre de mi nuevo hogar. Porque hasta los hogares sufren, incluso cuando creías que alguien podía encarnarlo y aún no habías aprendido que las anclas se establecen primero en uno mismo.
Desplacé mi cuerpo hacia el suelo ansiando que todo acabara. Mi espalda contra el suelo, mis cuchillos contra el suelo, y, entonces, clavada. Suspiro hacia dentro, expiración casi, casi completada. Ojos hacia el cielo. Lágrima que se desprendió del alma. La pena se evapora. La sangre irradia. Los cuchillos brillan en el esternón. La cabeza se despezada. La boca a borbotones se cose. La voz se apaga, se atenúa la vela. El recuerdo eclipsa al sol, me estrello en tu memoria. La llama se extinguió y, ante el miedo a la oscuridad completa, conseguí alzar la mano y, con el encendedor, crear mi propia luz de la esperanza. Todo llama y todo ceniza. Todo ceniza en mi epitafio donde la belleza fue una posibilidad que no llegó ni a llama, hasta que mi mano fue capaz de soltar el encendedor.

Quizá haya salida a esta muerte y haya más luz aparte de esa pira.

Cristina Merino

Ilustración de Irene Talló (gracias, gracias, gracias)

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