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miércoles, 20 de agosto de 2014

Confesiones a A.

Tuve que contar hasta tres,
Muy despacio y en susurros,
Para poderme enfrentar a esa vista.
A la ciudad prendida por tus manos,
Por tus movimientos forzados
Navegando como candelabros en el cielo
Perdidos.
Descuidados.
Atentos a nuestra primera visita
Complacidos bajo nuestra mirada atrevida y desinteresada,
Pendientes de nuestros cuerpos y pestañas,
Abrasados por la luna encendida.
Y observábamos las ganas desnaturalizadas por las esquinas
De un firmamento que nos inventamos.
Suplicábamos, sin comprenderlo, seguir jugando a aquello,
Falto de otro nombre que no fuera el tuyo, el mío, el nuestro,
Por el simple placer de arder,
Por orgullo no reconocer que ya nos quemamos,
Asustados de nuestras propias dosis de droga fuerte.
Los controles se inutilizaron y las sombras,
Joder, las sombras.
Las sombras acechaban sus propias envidias
Por no poder acercarse a tu cuerpo destellante de entonces
Que se encontraba conforme esa noche
Acompañado de otro que pudieron llamar mío.
Queríamos oírnos sin mediar palabra,
Escuchar sin perturbaciones cercanas a nuestros corazones
 Latiendo, azarosos.
El silencio era un requisito de esa lluvia sin agua,
Que goteaba de forma lumínica sobre nuestras cabezas.
Los vicios se vieron entonces aparcados por un momento,
Y los deseos empezaron a anidar nuestras almas.
No hubo más cantos felices que mis suspiros,
Que mis intentos de besar algo que no era mío,
Que me sabía a libre
Y era esa libertad suya lo que ansiaba.
Quizás no entendía las armas de esa lucha salvajada,
De esa guerra sin reyes que se alzaba en las tinieblas.
Pero ganamos los dos en una última mirada helada,
Conscientes de la próxima caída,
Que nos rendiría,
Y acabaría con la luz de una tenebrosidad desconocida,
Portadora de mi nombre,
De su nombre, Alejandra, de mi nombre Cristina.

20.08.14

C. Merino

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